Walterio Lanz, un propagador de vida

Walterio Lanz vino al mundo un 3 de marzo de 1950, en el pueblo de El Tigre en el estado Anzoátegui, al oriente de Venezuela; aunque los que los conocieron dicen que, al hablar, lo delataba una mezcla de sonoridades larenses, llaneras, con ocasionales incrustaciones andinas.
 
Hijo de campesinos, Walterio fue un hombre creador, amante de la tierra, a la que le gustaba sentirla con sus pies. Un referente simbólico de la ciencia entendida desde el territorio.
 
Este investigador/innovador era un hombre con una cabellera entre blanca y amarillenta, con una larga y frondosa barba también blanca, signo de la sabiduría del tiempo. Al despertar, antes de salir a su faena, colaba su cafecito. Era un venezolano sencillo, con buen humor, a quien le gustaba conversar. Era muy curioso por saber lo que otras personas conocían para él cuestionarse y crecer. Siempre llevaba consigo unas  semillas, que guardaba en sus bolsillos. Así intercambiaba semillas e ideas.
 
Era un maestro de maestros, defensor de la agricultura humanizada y de la Tierra. Rescató y reprodujo semillas nativas, campesinas, indígenas y afrodescendientes, y enseñó a varias generaciones de trabajadores rurales. Desarrolló propuestas para piscicultura y se opuso, con fuerza, al agronegocio.
 
Decía que un niño pequeño tenía que “aprender haciendo, aprender jugando”. “¿Cómo el carajito aprende a relacionarse con la semilla? Bueno, viendo la semilla, manipulándola, sembrándola y viendo los resultados; equivocándose, volviendo a intentar. Convertir la experiencia en algo natural no forzado, ahí hay más oportunidades para aprender”, dijo Walterio en una entrevista reciente. 
 
El agroecólogo Walterio Lanz creó e impulsó la Escuela Popular de Piscicultura y la Escuela Popular de Semillas, expresiones del pueblo organizado.
 
Era una persona que experimentaba en el territorio. Su gran laboratorio eran las necesidades y realidades de los pueblos de Venezuela. Dedicó su vida al territorio nacional: lo recorrió de punta a punta. Sus aportes estuvieron dirigidos por construir un planeta habitable y más justo.
 
¡Siempre celebró la vida! La celebraba en cada una de las cosas que hacía, con agudeza, crítica y perseverancia. De hecho, solía expresar un gusto muy fino por la constatación, por la investigación, por corroborar desde la experiencia todas las ideas que se le ocurrían y eso lo terminaba haciendo en grandes experimentos comunitarios.
 
Investigadores venezolanos que lo conocieron refieren que, en los últimos años, fue un profundo crítico de la forma en cómo se producen las proteínas en Venezuela. Desmontaba, con mucha agudeza, la ineficiencia del modelo de la ganadería como producción de carne, en relación con todas las otras formas de producir proteínas disponibles para los pueblos.
 
Estaba convencido de que la mayoría de las respuestas en salud y agroalimentación se hallaba en los territorios, y no en los laboratorios ni en las patentes; es decir: no estaban ajenas a las personas, si no estaban en manos de las personas.
 
Hoy, Walterio Lanz no recorrerá físicamente esos espacios a los que entregó su vida, en los que compartió e hizo amigos/as, pues la eternidad lo llamó. Pero fue tan sabio que, antes de partir, enseñó a generaciones de antes y ahora a proseguir su legado.
 
En cada espacio, Walterio dejó una amiga, un amigo, un pueblo que lo va a extrañar; él se ganó eso al comprometer su vida por el bienestar de la gente.
 
Antes de partir, su último deseo fue que incineraran su cuerpo y que sus cenizas se  mezclaran con la inmensidad del Orinoco. ¡Vuela alto, Walterio!

Prensa Mincyt.

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